Esa sangre veloz de los artistas. "Los brindis del Baratillo"
Desde la Madrugada del 2000 las medidas de seguridad se vienen tomando en ese punto justo que nos tranquiliza y, a la vez, nos crea dificultades para seguir los itinerarios de las cofradías, convertidos en continuos vallados que aíslan las zonas más céntricas por si necesitaran una inmediata evacuación. Hay mucha gente; yo entre ella, por supuesto. Con todo, la Semana Santa sigue dejando resquicios para contemplarla desde una ensoñación que nadie podría invadir, en un lugar del alma donde aún se puede rezar sin apreturas y cobijado en un escondite ilocalizable de la emoción de cada uno. Todos los años la sueño en sus vísperas de la mejor manera posible: limpia de papeles que tiraron, intacta de empujones, liberada de torpes que no saben moverse en las bullas, sorda de aplausos inoportunos, muda de idiotas que no se callan cuando hay que callarse, vacía de quienes no guardan la compostura, y desprovista de la arquitectura inculta que no la acaricia. O la última estúpida adquisición: el silbador de marchas mientras las tocan.
