A pesar de la ferocidad del calor, a pesar de que sobre sus cabezas, normalmente protegidas con una gorra cochambrosa, planea un cielo incendiado de sol, hordas de gorrillas, mujeres y hombres destartalados, procedentes de los arrabales, dejados de la mano de Dios, se echan a la calle en Sevilla para buscarse el jornal diario. La crisis económica sólo es un agravante de la situación y consigue que cada gorrilla convierta su área de acción, sus hileras de vehículos aparcados en doble fila, escogidas al azar, en un territorio infranqueable, vedado a la competencia. Los propietarios de los vehículos, clientes a la fuerza, a los que no les queda otro remedio que desembolsar unas cuantas monedas si no quieren encontrarse un rayón que estropee la carrocería, son testigos muchas veces de las fricciones entre gorrillas, que en ocasiones casi llegan a las manos, por el reparto de las zonas de trabajo. Algunos, con mayores pretensiones salariales que el consistorio de un pueblo, rechazan la propina cuando ésta no sobrepasa el euro. ¿Esto me vas a dar? Para esto no me paso yo todo el día en planta Quizás los gorrillas, motivados por las últimas subidas del IPC, consideran que ha llegado la hora de incrementar los precios por proporcionar instrucciones inútiles a los conductores cuando éstos encuentran una plaza libre y por abandonar la custodia de los automóviles que estaban a su resguardo antes de recibir la voluntad.
El mercado de los negros que venden pañuelitos en los semáforos de la ciudad también está saturado, como cualquier sector, en general. Cada semáforo se ha convertido en una franquicia y Sevilla se ha convertido en un enorme franquiciado de esta especialidad. En ninguno de ellos falta uno de estos africanos, en su mayoría originarios de Nigeria, que soportan estoicamente los ardores de Agosto mientras esperan que se encienda la bombilla roja del indicador luminoso para realizar su particular recorrido comercial entre los coches. Algunos miembros de este improvisado gremio, ante la dramática proliferación de nuevos vendedores, se han dado cuenta que la única manera de sobrevivir es mediante la diferenciación del producto y por eso han echado mano de un marketing más bien dictado por el instinto que por el temario de un curso en ESIC; de ahí que el negro de voz y ademanes amanerados que ocupa el semáforo del centro comercial Plaza de Armas se vista con traje de flamenca y baile unas sevillanas ante un público atónito y exhausto de atascos de tráfico. O que el negro que ocupa el semáforo del centro comercial Alcampo se disfrace de Papa Noel para felicitarnos la Navidad en plena época estival, a 40º a la sombra. El caso de Don Amby, el nigeriano que el pasado miércoles devolvió a la policía una cartera con 2700 euros y un cheque de 870 que se había encontrado momentos antes tirada en la calzada, y que obtuvo una recompensa de 50 euros por su acto de buena voluntad, sería un gran ejemplo de publicidad involuntaria, porque desde entonces los conductores, cuando bajan la ventanilla para comprarle pañuelos, sonríen a Amby de una manera muy especial.